miércoles, 31 de agosto de 2011

Zona de embarque

Una vez pasado el quinto control, reinaba la calma en la zona de embarque, y ya no hacía falta llevar el billete bien guardado, escondido. Se podía llevar tranquilamente en el bolsillo trasero de los pantalones o incluso en la mano, a la vista. En cuanto se comprobaba que el número del billete coincidía con el de la base de datos, el documento perdía todo su valor, pues tras el último arco de seguridad todo el mundo tenía el suyo. Diez minutos o diez metros antes, en la cola de acceso, aquellos tickets plastificados se vendían por muchos miles de dólares. Algunos, los que garantizaban un vuelo en menos de dos horas, por millones. 
     Nadie se atrevía a asegurar hasta qué punto las ciudades del Oeste quedarían destruidas por el tsunami. Se calculaba una subida del nivel del mar de entre treinta y cien metros, durante entre quince y cuarenta minutos. No se disponía de predicciones más concretas, pero con aquel rango catastrófico era suficiente. Había quien dudaba de la propia existencia del cataclismo o de su inminencia. También había, en la playa de Malibú un grupúsculo de presuntos iluminados esperando alegremente el advenimiento de una ola mitológica que, aunque sólo fuese como transición a un más allá acuático e ideal, se los llevaría por delante. “La salvación está cerca”, cantaban. 
     La elección por sorteo de los afortunados que podrían abandonar la zona en transporte aéreo se hizo en cuestión de horas y fue, como no podría haber sido de otra manera, un fraude. Era escandaloso saber que prácticamente nadie ajeno al proceso se quedaría en tierra, pero no había ni un minuto para reclamaciones, no quedaba tiempo. Si uno tenía ticket, volaría. Si no, lo mejor era buscar otra manera de huir hacia el interior o las montañas cuanto antes. La gasolina cotizaba a precios astronómicos. Saber montar a caballo se convirtió de la noche a la mañana en un valor en alza. Volvió a marcar la diferencia, a ser aristocrático.
     Se estimaba que en doce horas tendría lugar el movimiento sísmico en el lecho del Océano Pacífico. En dieciséis se produciría el impacto de la ola resultante contra las costas de California. Si todo salía como estaba previsto, dos horas antes despegarían, casi simultáneamente, los cinco últimos aviones civiles del aeropuerto de Los Ángeles. Algunos de sus pasajeros aún no se creerían la suerte que habían tenido. Otros empezarían a sentir una culpa que les perseguiría para siempre, la culpa de saberse impostores, dueños de una oportunidad que no les correspondía.

3 comentarios:

  1. Welcome aboard?
    En lo que a ti respecta, al menos no te tocará sufrir de síndrome de sobreviviente. ¡Abrazo!

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  2. No conocía tu faceta catastrofista. Feliz vuelo a la salvación :) Saludos!!

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  3. Ni els que escapen de la destrucció podran estar a estalvi de la seva mala consciencia ... interessant teoria. ^_^
    Fi i agut en l'humor amb els il·luminats de Malibu i l'aristocràtica munta de cavalls.
    Benvingut al bloc amb la teva primera aportació i felicitats pel “desmadrat” relat catastrofista.

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