martes, 6 de septiembre de 2011

Oro número doce

El prepotente amo, orgulloso, se encuentra sentado a la sombra de una ceiba frente a su casa contemplando el amplio territorio que gobierna. Hace un gesto casi imperceptible, ante lo cual un negro y efebo esclavo se acerca, le entrega una pequeña caja de madera al tiempo que da un gran escupitajo sobre la arena. Déspotamente le dice:
- Llévaselo al compadre. Le dices que le envío una docena. Y por tu bien, no tardes.
No había terminado el amo de ordenar y ya estaba el mulato corriendo a pies descalzos y pantalón corto raído sobre el empolvado camino, mientras ágilmente esquivaba obstáculos para acortar distancia.
A mitad de la travesía, el mulato tropieza violentamente con una piedra, la pequeña caja se desprende de sus manos, vuela por los aires hasta caer bruscamente sobre el suelo lo que hace que ésta se abra y esparza su contenido sobre el camino de arena
Magullado y algo aturdido por el gran golpe, se levanta con dificultad, y asombrado observa frente a si varias pepitas amarillas que brillaban agradablemente bajo la luz del sol. Ansiosamente preocupado se pone de rodillas, rastrea meticulosamente el lugar y empieza a recogerlas poniéndolas nuevamente dentro de la pequeña caja, mientras va contándolas una por una: una, dos, tres, cuatro, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce….trece. ¡Trece! -Se repite a si mismo- Realiza varias veces el mismo conteo y al final nuevamente ¡Trece!
Cayendo en cuenta que su amo se ha equivocado, feliz, toma una de las pepitas, la guarda en el bolsillo de su pantalón y sin perder más tiempo emprende nuevamente la carrera. Al llegar, encuentra al obeso hombre semidesnudo, recostado en una hamaca del solar de la casa, junto a su mujer, quien está distraída tras sus quevedos intentando tejer una lana.
- Mi amo le envía esta caja y le manda decir a usted que le envía una docena.- Grita el mulato al llegar.
El compadre se pone en pie, se acerca al muchacho y se percata de lo lacerada que está la caja.
-¿Has abierto la caja?- La pregunta inquisitivamente.
- No mi señor- miente tajantemente el mulato.
Se dirige hacia donde esta su esposa con precaución de no ser oído para decirle en un susurro: -¡Mujer!, ¿cuanto es una docena?- Ella con desgana mira hacia el horizonte, se detiene durante unos segundos y vuelve a concentrarse en su tejido.
El compadre refunfuña por la indeferencia y abre la caja ante los ojos saltones del mulato. De una manera bastante torpe empieza a contar las pepitas de oro que van pasando de la caja a su mano: - Una…, dos…, cuat…- Se detiene, niega con su cabeza y vuelve a empezar: una…, dos…, tres…, cuatro…, cinco…
-¡Cinco! ¡Cinco!- No conté el cinco- Se reprime en su cabeza el mulato. El miedo lo aborda y sus piernas empiezan a temblar descontroladamente.
- Siete, seis… no, no…– Corrige el compadre- seis…, siete…, ocho…,
Con cada número que avanza, el mulato se angustia más y más, sabiendo que será severamente castigado por la falta cometida. Así que discretamente se aleja del lugar para iniciar la escapada.
-Nueve, diez….- Cavila un instante, e indeciso se detiene sin pasar la pepita a la otra mano- diez…diez… diez…
- ¡Doce!- Dice inesperadamente su mujer sin dejar de mirar el tejido.
El mulato, al oir lo que ha dicho la mujer detiene en súbito la fuga. Un aire fresco pasa por su cuerpo.
- ¿Segura mujer?- Le refuta el compadre.
- ¡Segurísima!- Responde.
El compadre, con gesto de aprobación toma las pepitas y empieza a dejarlas caer en un recipiente transparente que se encuentra sobre la mesa a medio llenar de más pepitas doradas. Bruscamente interrumpe su proceder y varias pepitas caen al suelo cuando oye a su mujer repetir:
- Doce unidades tiene una docena. ¡Si señor, segurísima, doce!

3 comentarios:

  1. Senyors i esclaus estan més a prop els uns dels altres del que pensen. Tan per la pobre educació rebuda, com per l'afany d'atresorar el metall daurat. Molt bona ambientació. Felicitats, Henry.

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  3. La parte inicial del relato está basada en un comentario que alguna vez me hizo mi madre sobre un hecho que ella creía recordar. Me contó, que siendo ella muy niña, había visto a su abuelo cuando mandó llamar a uno de sus criados, para ordenarle ir a dar un recado donde un vecino. Le dio la orden, escupió sobre la arena y lo persuadió diciéndole que si no regresaba antes de que la saliva se secara, sería castigado. El mulato de esta historia al final no sufre, en honor de aquel otro muchacho, que me imagino debió padecer mucho, porque yo les puedo asegurar que en ese pueblo de mierda hace un calor infernal.

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